martes, 9 de octubre de 2012

Cada vez que lo veo se me tuercen las tripas


Cada vez que lo veo se me tuercen las tripas, me tiembla el cuerpo de ira contenida, camina como si su madre le hubiera hecho un favor al mundo al parirlo, su cabello está impecablemente peinado hacia atrás, viste siempre bien, con pantalones casuales y camisas de diseños modernos, sus zapatos están siempre bien lustrados, habla bajo, sin muchos matices y sin grandes aspavientos, tiene una sonrisa bonita, discreta, que a ella y a otras les encanta, en su bolsillo trasero siempre una cartera dispuesta a suplir su poca sapiencia.

El grupo de amigos vamos todos contentos, atrás quedan el bar, su música y ambiente. Delante de todos, van ellos dos tomados de la mano, ella de manera infantil balancea las manos como si formaran un columpio, sus pasos son lentos al igual que los nuestros, somos los de atrás, el grupo de ovejas que sigue a sus líderes. Fumamos y cantamos sin una gota de licor en las venas; a las tardeadas de chicos no les está permitido el alcohol.

Me integré a ese grupo tan solo por ella, desde el primer momento que la vi deseé conocerla, en la primera ocasión no fue posible acercarme a ella, era una fiesta y me conformé con verla. Más en la siguiente, no tuve salvación, hice el primer movimiento, me presenté ante ella, sin más ni más. Desde el principio, algo en mí le llamó la atención, quizás fue que se dio cuenta que no me rendía fácilmente ante sus encantos. Su mirada y sonrisa gozan de una innata coquetería, aunque no diga nada parece que lo sabe todo, y cuando dice algo parece conservar siempre un as bajo la manga, para ganar cualquier partida que le resulte adversa, desde el principio me ha gustado retarla, provocarle desatinos y nuestras discusiones llegaban a ser largas y acaloradas, causando la diversión de todos, pero me estoy adelantando a los hechos.

Ese día que nos presentamos, terminé aceptando su invitación a salir en la noche con ella y sus amigos, lo que nunca me aclaró fue la existencia del tipo, que a partir de ese momento, fue el que mas aborrecí en mi vida. Quizás si lo hubiese sabido, no habría continuado con su amistad, ni habría pasado todos esos meses gravitando a su derredor, esperando una separación que nunca llegaba. Es una vanidosa, una abeja reina que gusta de tener a todos contentos, cuando siente que me alejo y que estoy por mandarla al infierno, encuentra la manera de darme esperanzas, a veces una charla que se prolonga por horas, otras veces un sutil flirteo que por días me mantiene despierto, otras veces son sus llamadas pruebas para conocer el alcance de un amor que le ofrezco y siempre rechaza, le gusta jugar con fuego y no quemarse jamás. Tiene en el silencio el arma perfecta; si se sabe sin argumentos, orgullosa, se calla mostrándose entonces como victima ofendida.

Así entonces, no puedo menos que preguntarme ¿cómo le hacía este infeliz para tenerla contenta?, me parece que eran la diferencia de edades, el presentarse a todos lados como figurín impecable, con el dinero que a todos adolescentes nos faltaba, la seguridad y el estatus que le transmitía a ella como novia del macho alfa, esas eran si duda sus armas. Pero después de un tiempo, un ojo cínico como el mío, se daba cuenta que todo era pose, una fachada, en realidad era uno de esos seres que hacen del silencio su mejor arma, de los que callan para parecer sabios y no hablan para no parecer tontos.  Sin embargo ella así lo aceptaba, aunque no tuviera grandes dotes para la charla ni un chispeante sentido del humor o inteligencia, aunque la palabra autenticidad la conociera solo por el diccionario, ahí estaba ella, dándole sus besos, bailando con él y sonriéndole todo el tiempo, dejando claro que era el dueño de sus escarceos.

Los celos me quemaban el corazón cada semana, no sé cómo podía pasar por la misma situación una y otra vez. Tan solo por ese temple, por ese estoicismo de amante secreto me gané el cariño y el respeto del grupo completo. Hubo ocasiones que a la cita falté, prometiéndome siempre nunca más volver, más con mi ausencia, la esperanza renacía en mi pecho y con mil argumentos tiraba una vez más mis incipientes defensas y volvía de nuevo a desearla en silencio, a caminar detrás de ellos, soñando despierto.

Renko
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