martes, 10 de septiembre de 2013

Noctívago

Pude observar cómo entró por la puerta del Club, arrogante. Caminaba alzado por la soberbia y la impertinencia se enredaba en sus pestañas; tan vanidosa presencia desencajaba con su poca elegancia al vestir: vaqueros caídos y camiseta descolorida; cabellos revueltos que seguramente no se habría molestado en peinar al salir de la ducha.

Ojos enormes, tan claros, tan grises, tan transparentes… tan irreales.

Intentaba seguir el hilo de las conversaciones de quienes me rodeaban, bailar al ritmo de la música, disfrutar de mi cigarro, mi copa… respirar. Pero estaba absorta. Le vi encaminarse lentamente a la barra, sonreír a los que encontraba a su paso; tenía unos labios perfectos, carnosos, sabrosos, tan colorados que resaltaban en su blanco rostro.

Estaba segura de que sabía que le miraba, que sentía mis pensamientos desabrochando su cinturón. Sujetaba su Scotch Ale y se la llevaba a la boca tal y como yo quería que él me tomara a mí. Noté cómo sus ojos se colaban por debajo de mi falda, haciéndome estremecer las entrañas.

Como en una nimia y estúpida comedia romántica desapareció el resto del mundo, la música resonó lejana y sólo quedamos él y yo en aquel taciturno y apagado lugar. Sin explicación coherente, sin motivos tangibles, me dirigía a su encuentro. Me esperaba acodado en la barra, con una sonrisa torcida, casi malévola, como si ya pudiese recordar todo lo que acabaríamos haciendo esa madrugada.

Sobraba cualquier palabra, pues ya había penetrado cada poro de mi piel. Fui yo quien le besó, quien agarró su nuca con fuerza para que no pudiese desenredar mi lengua de la suya. Fui yo quien se terminó su cerveza roja para salir del Club lo antes posible. Fue él quien conducía el descapotable, riendo, aumentando la velocidad rápidamente; la velocidad y mis pulsaciones.

No le quitaba ojo, asustada, excitada. Tenía tanto de arcaico en sus modales, de caballero del siglo XIX, algo que se apreciaba en cualquiera de sus ligeros gestos. Tenía la piel tan fría como pálida. Agarraba el volante con la mano izquierda, mientras que con la otra acariciaba mi pelo, mi nuca, mi cuello, mi nuca, mi cuello… mi cuello.

Hipnotizada, inconsciente, tan irreverente. Yo no hablaba y él sólo arrojaba carcajadas, estruendosas risas que parecían saltar al son de mis pensamientos. Sudaba empapada; se me licuaban hasta los huesos. Estaba desesperada por llegar a… ¿A dónde nos dirigíamos por aquella oscura carretera? ¿Qué confusos propósitos dirigían mi juicio? ¿Por qué me sentía relajada en tan extraña compañía? Mi voluntad estaba siendo manipulada, controlada y me gustaba.

Disminuyó la velocidad de golpe, tuve que apoyarme en el salpicadero pues la inercia dominó mi cuerpo entero; condujo el automóvil por el más tortuoso camino, sin luz, entre árboles con caras sobrecogedoras y ramas amenazantes. Detuvo el coche justo donde nadie podría oírme gritar, donde ni siquiera la luna podría iluminar mi cuerpo desnudo.

Mi deseo se abalanzó sobre aquella insolente bestia que adivinaba con antelación cada uno de mis movimientos. Me apresó con sus garras, me elevó, me besó el cuello… ¿Me elevó? ¿Volaba de verdad o era mi libido la que subía? Me elevó, me mordió el cuello, mi cuello… Sentí mi torso tan húmedo como mis muslos, sentí como volaba. Sentí como dejaba de sentir.


Ester Sinatxe


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